lunes, 2 de junio de 2008

Con don Justo Pastor Rivas, descubridor de la mina de Marcona (Salvador Navarro)

Yo, bastante joven; él, venerable anciano. Su figura me era ya muy familiar; diariamente, a la salida del trabajo en las oficinas de Christiani Nielsen en el puerto San Juan, lo veía sentado en un muro contemplando el mar. Circunstancialmente nos hicimos amigos y ya nos fue norma esperarnos uno al otro diariamente a las cuatro de la tarde. Recorríamos la soledad de la playa hasta que las sombras terminaban con el crepúsculo vespertino. ÉL era negro, de mediana estatura y facciones finas. Siempre con su inseparable sombrero de paño plomo. De amena y fluida conversación, denotaba no solamente educación y cultura sino una franqueza que armonizaba con cierta ingenuidad casi infantil. Él era el descubrido de la mina de hierro Marcona, valiosísimo yacimiento que enriqueció la economía del país en la década de los cincuenta. Don Justo la llamaba "Mi mina". Ahora solo era un humilde garitero que recibía humildísimo salario. ¿Qué conversábamos? Infinidad de temas. De películas mudas, con Edie Polo a la cabeza repartiendo golpes con ocho o nueve bandidos; de la enigmática e incomparable Greta Garbo o del fabuloso Chaplín de la mano con su pibe palomilla. Del Alianza Lima con sus endemoniados negros José María Lavalle y el Manguera Villanueva bailando marinera y haciendo piruetas con la pelota.... Lo cierto es que nos hicimos grandes amigos. Cierta vez lo invité a almorzar conmigo en el comedor de empleados; fue un domingo, y no lo olvido porque no pusieron pan en ese almuerzo con don Justo, por el siguiente hecho anecdótico, difícil de olvidar: el personal de empleados, lo conformábamos, en su mayoría, un grupo de –en ese entonces– muchachos de Nasca, con excepción de César Pradel y Pedro Alva, solteros, que, venidos de Lima, constituían un significativo aporte a la camaradería en nuestro centro de trabajo. El día anterior, sábado, después de muchas peripecias, se había logrado cazar un inmenso cóndor, ave de gigantescas alas que volando a alturas de veinte mil pies sobrepasan algunas veces los Andes para venir a las costas en busca de alimento. No obstante ser una locura lo que se le ocurrió a Tomás Taylor, único chalaco del grupo, lo secundamos en la idea de darnos un banquete con el tremendo animal. Para convencernos empleó un convincente palabreo, diciéndonos que era un delicioso manjar, más agradable que el pavo y el chancho asado. Creímos todo esto con inocencia, y sin más ni más, cargamos con el cóndor muerto a la playa donde hicimos una fogata y con agua hirviente procedimos a desplumarlo, abrirlo, destriparlo y limpiarlo. Todos nos creíamos expertos, pero en verdad nadie sabía nada de nada. Sólo pensábamos en comerlo. No almorzamos para tener más apetito. ¡Qué afán! Lo llevamos a la panadería de Cabrera y lo metimos al horno. ¿Qué podíamos saber nosotros de cuestiones culinarias? Lejos de nuestras esposas, solteros por accidente, creíamos ciegamente en lo que Taylor nos dijera, así que nuevamente retornamos a la playa esperando que se cumplieran las dos horas de cocimiento al horno, mientras nos solazábamos discurriendo que muy pocas personas podían haber disfrutado de un festín como el que se nos aproximaba. De pronto, un raro y desagradable olor que iba en aumento nos dejó paralizados. Corrimos a la panadería y allí nos detuvimos, incapaces de ingresar pues una terrible y pestilente emanación que de allí salía nos impedía, humanamente nos bloqueaba la entrada. Al fin, desesperados y tapándonos la nariz con trapos húmedos logramos sacar, chamuscándonos, al ya chamuscado por completo infeliz cóndor. Jalándolo como pudimos, lo arrojamos al mar. Mientras tanto, todo era alboroto en el campamento. Las amas de casa se asomaban por puertas y ventanas para decirnos improperios y muchas lisuras, varias de ellas hasta nos corretearon con escobas y cacerolas para golpearnos. Todo el campamento quedó impregnado de ese nauseabundo olor a carne podrida horneada. Todo esto fue quizá la postrera venganza del orgulloso gigante de las alturas Más sinopsis sobre Con don Justo Pastor Rivas, descubridor de la mina de Marcona
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Con don Justo Pastor Rivas, descubridor de la mina de Marcona por Salvador Navarro Cossio 2008